Una vez se encontraron los novios ante el altar, en donde reposaban como es tradición dos coronas de la regalía de la Corona Real sueca en sendos almohadones de terciopelo azul (a tono con el resto de la tapicería del templo), se tomaron de la mano, que mantuvieron en todo momento entrelazadas jugueteando los dedos de uno con los del otro, y se prodigaron en el transcurso de la ceremonia continuas miradas de complicidad.
Las de ella, más relajada y emotiva, acompañadas por una tímida sonrisa; las de él siempre comedidas durante el servicio religioso. Se acercaba poco después el momento álgido de toda boda: las preguntas que todo el mundo esperaba y las respuestas que todo el mundo deseaba oír. El rito del intercambio de los votos y los anillos estuvo a la altura de las más románticas expectativas. A Daniel se le ahogó la voz al pronunciar su promesa de amor eterno a una emocionada Victoria de Suecia y cuando la Princesa hizo lo propio y prometió amarle en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte les separara, Daniel bajó la guardia de la contención y se enjugó una lágrima de emoción. La princesa Victoria besó emocionada la mano de él y bajó rápidamente la mirada para no llorar también. No fueron las únicas lágrimas de la ceremonia. Tampoco pudieron evitar emocionarse Mette-Marit de Noruega y Margarita de Rumanía.
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